La formación de nuestra autoestima viene alimentada (en parte) por esas dinámicas familiares en las que fuimos educados. Es un legado que deja huella y que a veces cuesta sanar. En especial si vino de un padre o una madre que jamás se amó a sí mismo y que no fue hábil a la hora de atender necesidades, dar aliento o arropar desde el corazón.
A menudo, no faltan los psicólogos que dicen aquello de que para funcionar en la vida hay que ir con el depósito de autoestima bien lleno. Tanto si lo queremos como si no, pocos «combustibles» nos dan tanta determinación, autoconfianza y sensación de competencia. Sin embargo, y esto lo sabemos bien, a menudo vamos por el mundo bajo mínimos, con un nivel tan ínfimo que es casi imposible poner en marcha el motor de la superación.
Tal y como nos explicó la célebre antropóloga cultural Margaret Mead, la familia es ese primer grupo social donde el conjunto de interacciones que se dan determina una buena parte de lo que somos. Nuestros padres son quienes tienen el deber y la obligación de llenar ese depósito de adecuados nutrientes, de ricos componentes donde no falte la seguridad, el afecto, la consideración y ese impulso vital capaz de animarnos a caminar por el mundo sintiéndonos valiosos.
No obstante, en ese arduo camino en la formación de nuestra autoestima, no siempre contamos con dicho combustible. Ello nos aboca inevitablemente a iniciar un camino de autobúsqueda y sobre todo de reparación de esa infancia donde nos faltaron demasiadas cosas…
La formación de nuestra autoestima y la sintonía con nuestros padres
La formación de nuestra autoestima se inicia en la infancia. Sin embargo ¿significa esto que uno queda completamente determinado por todo ese conjunto de experiencias previas acaecidas en nuestra niñez y primera juventud? Bien, en psicología como en gran parte de las ciencias la palabra «determinismo» es peligrosa y tiene profundos matices.
En materia psicológica, todo lo sucedido en la infancia influye mucho, pero no nos determina. Es decir, si hay algo que sabemos del ser humano y en especial del cerebro es que su plasticidad y capacidad de superación es inmensa. Sin embargo, todo ello nos obliga una vez más a poner la mirada en la gran trascendencia que tiene nuestra crianza y la calidad de las interacciones con aquellos que nos cuidan y que nos proveen no solo de alimento y sustento, sino de un legado emocional y educacional.
Para profundizar en estos temas siempre es interesante leer al doctor Ed Tronick, experto en desarrollo infantil y profesor de pediatría en la Universidad de Harvard. Un dato interesante que nos revela este psicólogo es que para favorecer en los niños una buena autoestima y una atención de calidad es necesario estar sintonizados emocionalmente con ellos. Sin embargo, en muchos de sus trabajos pudo
demostrar que incluso los buenos padres no llegan a sintonizar con sus hijos ni el 40% de las veces.
Es muy posible que este dato nos parezca algo alarmante e incluso dramático. Sin embargo, el doctor Tronick puntualiza algo que debe invitarnos a una reflexión. La razón por la que muchos padres y madres no conectan al 100% con las necesidades emocionales de sus hijos es porque tampoco ellos lo hacen consigo mismos.
Un progenitor cargado de estrés, resistencias y nudos emocionales no resueltos estará enviando una serie de códigos, esquemas inconscientes y lenguajes al niño que absorberá para hacer suyos también. Sin hablar además, de esa clara dificultad para erigir en los pequeños una buena autoestima si en ellos tampoco hay unos buenos cimientos, unas raíces firmes con las que dar ejemplo, con las que guiar con presteza y seguridad.
La familia influye, pero tú decides
La formación de nuestra autoestima a lo largo de la infancia se ve influenciada sobre todo por tres factores: el aspecto físico, nuestra conducta y nuestro rendimiento académico. La forma en que nuestros padres manejen estas tres dimensiones puede alentarnos a crecer en seguridad y confianza o por el contrario, situarnos en la caracola de la indefensión, la soledad y el miedo.
Lo más complejo de todo ello es que, a día de hoy, seguimos viendo cómo muchos padres y madres son inmaduros e inconscientes a la hora de cuidar su lenguaje y su estilo de comunicación. Basta con escuchar sus conversaciones en la puerta de los colegios e institutos para captar como, sin darse cuenta, arrancan una por una las alas de la autoestima de sus hijos.
El uso de comparaciones, de afirmaciones absolutistas (eres un negado para las mates, nunca vas a aprobar…) o la incapacidad para ver problemas emocionales ocultos aboca a menudo, a que las nuevas generaciones arrastren el mismo problema que sus propios padres: la falta de autoestima.
La familia influye en la formación de nuestra autoestima, lo sabemos, pero lo ocurrido en el pasado no tiene por qué determinarnos de por vida. En nuestra mano está dejar de lastimarnos por no tener el combustible lleno de fortalezas personales. En nuestro horizonte está la posibilidad de reparar una infancia de carencias para cubrir una madurez de aquello que otros no pudieron darnos.
Es necesario aprender a abastecernos a nosotros mismos, a dejar de buscar fuera lo que uno mismo puede y debe ofrecerse. La autoestima se trabaja cada día, exige cambios, demanda ser valiente y pide por encima de todo una gran dosis de amor propio. Fuera como fuera nuestro pasado, siempre estamos a tiempo de generar cambios, de invertir en autoestima.
Por: Valeria Sabater